Cómo viví la tarde-noche del 2 de octubre de 1968 en Tlatelolco?
José René Rivas Ontiveros
Universidad Nacional Autónoma de México
¡A partir de! 26 de Julio, todo cambió … Yo no soy el mismo; todos somos otros. ¡Hay un Mexico antes de! movimiento estudiantil y otro después de 1968. Tlatelolco es la escisión entre las dos Mexicas.
Luis González de Alba
Introducción
Yo viví el 68 mexicano y lo viví plenamente de principio a fin durante la mayor parte de los momentos más significativos y esplendorosos que lo hicieron célebre e inolvidable para los que entonces conformamos esa gloriosa generación a la que orgullosamente pertenezco que soñó con un país diferente al que entonces existía.
El 68 mexicano fue un año terriblemente difícil y angustiante para todos los que en ese entonces estuvimos en el mero corazón de la que sin lugar a dudas fue la movilización social más importante e impactante del siglo XX en nuestro país, después de la Revolución mexicana, obviamente.
Durante ese año se ensangrentó y enlutecio al país dejándole muchos muertos, no sé cuántos, pero fueron muchos los que entonces cayeron asesinados por parte de las fuerzas represivas del régimen a lo largo de los 134 días que duró la protesta. De tal forma que, la muerte durante todos esos días, no sólo fue una indeseable e inseparable compañera nuestra el 2 de octubre en Tlatelolco, sino desde finales de de julio de ese mismo año cuando comenzó la protesta y nos dejó descansar hasta el 6 de diciembre cuando ya retiramos las banderas de huelga de las escuelas y disolvimos formalmente el Consejo Nacional de Huelga (CNH), órgano político que lo dirigió y al que pertenecí como representante de los estudiantes de la Escuela Nacional Preparatoria No. 3 de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).
Por otra parte, y aunque nos parezca una contradicción, también es necesario destacar que el 68 mexicano fue un año extraordinariamente bello e inolvidable como nunca antes había habido otro durante todo el tiempo que habíamos vivido los miembros de esa generación y como seguramente ya nunca más habrá otro igual en el resto de nuestras vidas.
El 68 fue un año en el que por primera vez en nuestra corta existencia vivimos y gozamos plenamente la libertad y la democracia ya que respiramos y ejercitamos plenamente ambos aspectos en todos las ámbitos en donde estuvimos parados, tal y como fueron las asambleas en las escuelas componiendo y descomponiendo el mundo; en las maratónicas sesiones del Consejo Nacional de Huelga discutiendo las directrices que debería de seguir el movimiento; en las apoteóticas y masivas manifestaciones que partieron del Museo de Antropología e Historia al Zócalo y en las que, con nuestros pasos, íbamos enterrando toda la verborrea, la podredumbre de un régimen profundamente represivo y corrupto; en las brigadas políticas; en los mítines relámpago y el volanteo que llevábamos a cabo en los camiones urbanos, mercados, teatros, iglesias, cines, plazas, zonas fabriles y, en sí, en todos los ámbitos públicos en donde nos fue posible hacer llegar nuestra voz, nuestros sueños y utopías libertarias y democratizadoras.
En ese entonces, miles y miles de jóvenes de todos los grados escolares, esto es, desde los adolescentes o casi niños de las escuelas prevocacionales del Instituto Politécnico Nacional (IPN) o los de Iniciación Universitaria de la UNAM, hasta los de licenciatura y el Posgrado en todas las ramas del conocimiento, nos entregamos total y desinteresadamente, con infinita pasión y alegría a una causa en la que creíamos y estábamos plenamente convencidos de que era justa, que nos asistía la razón y que por eso y solamente por eso teníamos que triunfar.
Desde un principio sabíamos muy bien que nos enfrentábamos al gobierno federal, a un poderosísimo adversario que contaba con todos los cuerpos represivos (Ejército, granaderos, policías de todo tipo, porros, grupos paramilitares, etcétera), así como que tenía el control de casi todos los medios de comunicación masiva (radio, prensa y televisión) los cuales durante las 24 horas del día difundían veneno en nuestra contra. Igualmente, además del entonces poderoso PRI nuestro adversario tenía un férreo control corporativo de centenas de organizaciones obreras, campesinas, populares, estudiantiles, etcétera. No obstante, estas condiciones nada propicias para nosotros, decidimos echar a caminar un movimiento y exitosamente lo logramos.
Hasta este momento no conozco a ningún compañero o compañera de esta generación que habiendo vivido en la Ciudad de México y estar inscrito en alguna de las cuatro grandes instituciones nacionales de educación superior (UNAM, IPN, Escuela Nacional de Maestros y Escuela de Agricultura de Chapingo) y en las cuales recayó el mayor peso de la protesta, haya quedado completamente al margen del movimiento. Por eso, desde que se inició el movimiento había que definirse si se estaba a favor o en contra del mismo, puesto que no se valían las medias tintas. En esta tesitura hubo muchos compañeros que desde un principio se apanicaron y por eso mismo abandonaron las escuelas y se encerraron a piedra y lodo en sus domicilios. Asimismo, hubo otros a quienes sus padres les prohibieron involucrarse en el movimiento o los mandaron a la provincia o fuera del país para que no se involucraran en la protesta.
En mi caso muy particular, por ejemplo, a principios del mes de septiembre, esto es, cuando la represión tendía a agudizarse, una tía mía, hermana de mi papá, espantada por las noticias que diariamente recibían en el rancho a través de la radio, vino desde el ejido de “Los Lirios” del municipio de Canatlán, Durango hasta el Distrito Federal, con la única y delicada misión de convencerme a como diese lugar y hasta con lágrimas en los ojos, para que de inmediato me regresara al rancho hasta que terminara el movimiento estudiantil.
Por supuesto que no acepté dicha petición considerando que en ese momento mi deber era estar en mi Alma Mater, al lado de mis compañeros y con el movimiento, máxime cuando yo tenía la responsabilidad de representar a los estudiantes de mi Preparatoria, la No. 3 de la UNAM, ante el Consejo Nacional de Huelga. De haber accedido a la súplica de mi tía, hoy en día no tendría ninguna autoridad moral para hablar y sentirme parte de aquel histórico movimiento social que cambió la historia de este país.
Desde el primer instante en el que estalló el movimiento yo me sumé sin miedo y con mucha alegría a este. Y por eso muy bien vale la pena recordar ¿cómo, en qué día y exactamente a qué hora decidí involucrarme de lleno en la protesta?, ¿cómo pensaba antes del movimiento?, ¿qué es lo que quería lograr?, ¿cuáles fueron los momentos más trascendentales que me dejaron marcado para siempre e hicieron del 68 mexicano un año determinante en mi existencia?
Al respecto y a título eminentemente personal, tengo que decir que, aunque si bien es cierto que en cada uno de los 134 días que formalmente duró la movilización estudiantil sesentaiochera, viví una nueva e inolvidable experiencia, lo es también que por lo menos fueron tres los momentos más impactantes y trascendentales que siempre habré de recordar y considerar a ese año como uno de los más importantes de mi vida. A saber: 1) el primer día del movimiento durante la tarde-noche del 26 de julio en el seno de lo que aún era conocido como el Barrio Universitario en donde entonces estaban ubicadas, entre algunas otras, las preparatorias 1, 2 y 3 de la UNAM 2) Mi asistencia al mitin del 2 de octubre en Tlatelolco y 3) Mi encarcelamiento y reclusión en la cárcel de Santa Martha Acatitla. Aunque en esta ocasión me referiré única y exclusivamente al segundo de estos tres inolvidables momentos.
Aquel 2 de octubre
El miércoles 2 de octubre de 1968, como a las 4 de la tarde llegué a la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco, venia de la Escuela Superior de Ingeniería Mecánica y Eléctrica (ESIME), ubicada en la Unidad Profesional de Zacatenco del Politécnico en donde al mediodía había sesionado, aunque con un escaso número de integrantes el Consejo Nacional de Huelga con el fin afinar los últimos detalles en el que durante esa tarde se llevaría a cabo el mitin programado desde días antes en Tlatelolco. En ese entonces la Unidad habitacional de Tlatelolco era zona de la Ciudad de México relativamente moderna habitada sobre todo por sectores medios. Además, ahí estaba ubicada la Vocacional 7 del IPN, sin duda alguna, la escuela más activa y combativa del 68 mexicano. Desde los inicios del movimiento en Tlatelolco, los estudiantes siempre habíamos tenido un apoyo incondicional, por eso este era el mejor lugar para volver a manifestarnos fuera de los recintos escolares.
La reunión del CNH en la ESIME también había tenido el propósito de escuchar el informe que nos darían los compañeros Gilberto Guevara Niebla, Luis González de Alba y Anselmo Muñoz, quienes previo acuerdo del CNH, durante esa mañana se habían reunido con los dos representantes presidenciales Jorge de la Vega Domínguez y Andrés Caso Lombardo, en el domicilio del ingeniero Javier Barros Sierra, rector de la UNAM, para discutir las condiciones previas al dialogo público que los estudiantes demandábamos para solucionar el conflicto..
Cuando arribé a la Plaza de las Tres Culturas iba demasiado optimista ya que había varios motivos para ello. Entre otros, porque pese a toda la escalada represiva que el gobierno había desatado en contra de los estudiantes movilizados, sobre todo durante el mes de septiembre, la movilización seguía en pie y en constante ascenso. Igualmente, dos días antes, el 30 de septiembre, el Ejército había salido de la Ciudad Universitaria y seguramente muy pronto también lo haría del Casco de Santo Tomás del Politécnico, ya que era difícil que el gobierno siguiera resistiendo la presión nacional e intencional, máxime cuando sólo faltaban escasos diez días para que en México se inauguraran las XIX Juegos Olímpicos. Asimismo, otro de los motivos de dicho estado de ánimo era el hecho de que el CNH ya había establecido los primeros contactos formales con el gobierno federal en donde se había establecido el compromiso inicial de que ambas partes llevarían a cabo un “dialogo de hechos” lo que nos hacía suponer que ya nos encontrábamos cerca de una eventual solución negociada del conflicto, independientemente de que esta fuese con o sin dialogo público y solucionando total o parte de nuestro pliego petitorio de los seis puntos.
Por un momento pensé que si esto llegaba a suceder, al fin se acabarían los días de tensión y zozobra que yo había estado viviendo desde finales de julio que se inició el movimiento y que se vio significativamente acrecentada a partir de la madrugada del 28 de agosto cuando arreció una escalada represiva que poco a poco fue creciendo hasta desembocar finalmente el 2 de octubre en Tlatelolco.
En efecto, desde finales de agosto hasta finales de septiembre, se intensificaron las detenciones de brigadistas, los enfrentamientos entre la policía y los estudiantes en diferentes partes de la ciudad; los ataques nocturnos y ametrallamiento de algunas escuelas perpetrados por grupos paramilitares y porriles; las campañas propagandísticas de difamación en contra del movimiento utilizando helicópteros, quemando camiones y trolebuses para culpar a los estudiantes.
En la misma tesitura, durante la noche del 18 de septiembre y teniendo como principal objetivo la aprehensión en masa de los integrantes del Consejo Nacional de Huelga que sesionábamos en el auditorio de la Facultad de Medicina, 10 mil soldados tomaron por asalto la Ciudad Universitaria y cinco días después, la noche del 23 de septiembre, el Casco de Santo Tomas. Aunque en la Ciudad Universitaria el Ejército fracasó en su objetivo al no detener absolutamente a ninguno de los 210 integrantes del CNH. La toma del recinto universitario también trajo consigo una fuerte campaña de ataques del gobierno en contra del rector Javier Barros Sierra quien finalmente se vio obligado a renunciar a la Rectoría. Sin embargo, toda la comunidad universitaria y el movimiento estudiantil en su conjunto, decidió defenderlo y solicitarle a la Junta de Gobierno de la UNAM que no aceptara su renuncia, tal y como finalmente sucedió.
Todas estas y otras acciones que el gobierno venía instrumentando en contra del movimiento, nos obligaron ante todo a los miembros del Consejo Nacional de Huelga a andar prácticamente a salto de mata y en la clandestinidad, durmiendo una noche aquí y otra noche allá; cuidándonos día y noche no solamente de ser agredidos, sino sobre todo de ser detenidos por alguno de los múltiples cuerpos represivos de carácter secreto que el gobierno tenía diseminados en toda la ciudad.
Una vez que llegué a Tlatelolco y tras un fallido intento de subir al tercer piso del edificio Chihuahua en donde estaba la tribuna del mitin, ya que la Comisión de Orden y Seguridad del CNH tenía la orden estricta de sólo dejar pasar a los oradores que harían uso de la palabra esa tarde en el mitin, me quedé varado en la Plaza, justamente abajo de la tribuna y en donde estaba un poste de luz y una bocina del aparato de sonido. Ese lugar me quedó a la perfección, ya que tenía toda la intención de grabar el acto con una de las primeras grabadoras de carrete que pocos días antes yo había comprado en la calle de El Salvador. de la Ciudad de México
Comparativamente con otros eventos políticos celebrados antes por el movimiento, si bien es cierto que este día, entre nosotros, había alegría y entusiasmo, lo cierto es que también se respiraba cierta tensión por todo lo que había venido ocurriendo en nuestra contra desde la madrugada del 28 de agosto hasta la fecha. Una de las razones de esa situación es que muy cerca del mitin se encontraban apostados varios camiones del Ejército, al tiempo que también en el cielo, por arriba de donde estaba la concentración, dos helicópteros no cesaban de volar de manera por demás sospechosa y como si fueran a atacar. En la misma tesitura, incrustados en la multitud, se encontraban varios sujetos raros y con la facha de policías y militares.
En mi caso por ejemplo y por una mera coincidencia, desde que me instalé en el lugar en donde podría grabar fácilmente el mitin me tocó ver a uno de los sujetos infiltrados. Se encontraba ubicado a unos cuantos pasos de donde yo esperaba el comienzo del mitin. Se trataba de un hombre muy alto, moreno con todo el tipo de costeño, de pelo muy corto, traía puesta una gabardina negra que le cubría casi todo su cuerpo. En un primer momento le di poca importancia, pero poco después se me hizo raro ver ahí a una persona con esas características, ya que para nada parecía estudiante, igualmente no era del tipo de gente del pueblo que siempre asistía a los distintos actos estudiantiles en nuestro apoyo. Tampoco se trataba del clásico policía secreto o agente de la secretaria de Gobernación que constantemente descubríamos y expulsábamos de las asambleas de las escuelas.
Al contrario de nosotros, a este sujeto no se le veía entusiasmado por la efervescencia del acto. Estaba pensativo y más bien ido, quizá hasta preocupado y triste por lo que él sabía que más tarde podía suceder en la plaza. Pese a todas estas cuestiones, ingenuamente tenía confianza en que ahora sí el gobierno tenía toda la intención de resolver negociadamente el conflicto con el fin de exhibir un país en paz durante las olimpiadas.
A las 17:30 horas se inició el mitin que poco a poco fue creciendo tanto en asistencia como en el entusiasmo de los manifestantes. Esto se pudo observar con mucha mayor nitidez cuando a la Plaza arribó un contingente de trabajadores ferrocarrileros que traían puesto su clásico paliacate rojo en el cuello, su chamarra de mezclilla y la gorra del mismo material. A su llegada, todos les aplaudimos y por supuesto vitoreamos los nombres de Demetrio Vallejo y de Valentín Campa, quienes desde el mes de abril de 1959 se encontraban recluidos en la cárcel de Lecumberri acusados del delito de disolución social tipificado en los artículos 145 y 145 bis del Código Penal federal, y del cual los estudiantes demandábamos su inmediata derogación.
Las luces de la muerte
Cuarenta minutos después de iniciado el mitin, a las 6:10 de la tarde en punto, cuando hacia uso de la palabra David Vega, delegado al CNH por la Escuela de Ingeniería Textil del IPN, desde uno de los helicópteros que habían estado rondando en el cielo por arriba de la multitud, salieron dos luces de bengala de color verde las cuales lentamente surcaron el cielo hasta caer a un costado de la iglesia de Santiago Tlatelolco. Cuando esto aconteció, la mayor parte de los manifestantes volteamos nuestra mirada hacia arriba, mientras que otros empezaron a correr en varias direcciones. Fue entonces cuando Sócrates Amado Campos Lemus, delegado al CNH por la Escuela Superior de Economía del Politécnico, le arrebató el micrófono a David Vega y comenzó a arengar a la multitud manifestando por varias ocasiones: “¡Compañeros no corran, no se asusten, es una provocaci6n, quieren atemorizamos, no corran!”. Simultáneamente, de entre la multitud salían gritos demandando proteger al Consejo. Durante todo el movimiento, las bases estudiantiles siempre cuidaban a los integrantes del CNH.
Luego de la caída de las luces de bengala, proveniente de la calle de Nonoalco, el Ejército entró a la Plaza de las Tres Culturas y en forma de pinza abrazó a la multitud con la clara de intención de detener al mayor número de integrantes del Consejo Nacional de Huelga y de ahora si no fracasar como en la Ciudad Universitaria. Al parecer este era el único objetivo y el de disparar en contra de la multitud.
Sin embargo, cuando los militares arribaron a la Plaza de inmediato comenzaron los disparos contra ellos y los estudiantes. Estos fueron hechos por francotiradores vestidos de civil que se encontraban parapetados en los diferentes edificios aledaños a la Plaza de las Tres Culturas, en la azotea de la Secretaría de Relaciones Exteriores y otros incrustados entre la multitud estudiantil. Todos ellos pertenecían a un cuerpo especial de militares conocido como el Batallón Olimpia que había sido creado en fechas muy recientes para resguardar las instalaciones deportivas que se ocuparían durante los XIX Juegos Olímpicos. Unos y otros se identificaban con un guante o pañuelo blanco en la mano izquierda. Al parecer, el principal objetivo de los primeros disparos de los francotiradores era el de provocar al Ejército para que esta a su vez reaccionara y disparara en contra de los estudiantes, como efectivamente sucedió.
Fue hasta entonces cuando comprendí la presencia de aquel tipo raro que estaba a mi lado, quien luego de que las bengalas cayeron al suelo, de entre sus ropas sacó una pistola con la que comenzó a disparar enloquecidamente hacia el cielo. Exageraría si dijese que esos disparos los hacia a la multitud; aunque nunca supe si más tarde si lo hizo. Para entonces, dicho sujeto ya traía puesto un guante blanco en la mano izquierda.
Todo esto sucedió en unos cuantos segundos, a raíz de las bengalas. Por eso, poco más tarde se tuvo la absoluta certeza de que ese acto criminal fue fríamente calculado y ejecutado desde la Presidencia de la República por el propio Gustavo Díaz Ordaz y algunos personajes de su extrema confianza, tal y como fueron los casos, entre algunos otros, de Luis Echeverría Álvarez, su secretario de Gobernación y después presidente de la República y Luis Gutiérrez Oropeza, quien entre 1964 y 1970 fue el jefe del Estado Mayor Presidencial.
La represión fue tan maquiavélicamente preparada para la tarde-noche del 2 de octubre que un día antes en la noche el gobierno quiso asegurar que el CNH realmente celebrara el mitin programado en Tlatelolco, dándonos confianza y asegurarnos que ellos si querían solucionar el problema. Tal promesa no fue más que una trampa para reprimirnos.
Cuando escuché los primeros balazos y hasta antes de ser detenido yo pensé que lo que se estaba disparando eran balas de salva con el único fin de asustamos y dispersamos, más nunca creí que el régimen llegara tan lejos, disparando balas de a deveras en contra de un mitin pacífico y una multitud inerme.
Durante todos los días que llevaba participando en el movimiento, yo siempre estuve psicológicamente preparado para lo peor. Aunque en mi óptica lo peor era el hecho de que en cualquier momento podía ser detenido, golpeado y hasta torturado para que confesara mi participación en el movimiento o delatara a mis compañeros. Esa era una práctica constantemente utilizada por la policía política de la época que era mucho más feroz y sanguinaria que la policía preventiva y los granaderos.
Pero, a decir verdad, para lo que nunca estuve psicológicamente preparado fue para recibir a la muerte y mucho menos de la forma en que esta llegó aquella tarde-noche a la Plaza de Tlatelolco. Yo creo que nadie de los participantes, ni siquiera los más experimentados en este tipo de movilizaciones sociales se imaginaban que el régimen priista iba a actuar como finalmente actuó. Si el Consejo Nacional de Huelga hubiese sospechado de lo que el gobierno tramaba esa tarde, de inmediato habríamos suspendido el mitin en Tlatelolco y quizá hasta discutido la posibilidad de levantar la huelga en todas las escuelas.
Las horas en aquel departamento
El 2 de octubre, desde que escuché los primeros disparos me eché a correr desesperadamente por los pasillos y jardines que se encontraban atrás del edificio Chihuahua en donde los estudiantes teníamos instalada la tribuna para el mitin. Mi deseo era llegar hasta la avenida Reforma para escapar. Pero dado que aún me encontraba bastante lejos de dicha avenida y de que los disparos que no cesaban un solo instante retumbaban en todos los edificios como si la balacera se estuviese produciendo en toda la unidad y no solamente en la Plaza, decidí buscar refugio en otro edificio. Fue así como llegué al edificio Chiapas en donde corriendo por las escaleras subí hasta el segundo piso. Ahí encontré un departamento abierto y aún sin solicitar permiso, precipitadamente ingresé al mismo. Dentro de este ya había varios compañeros, mientras que otros llegaron poco después que yo. En total éramos como 20 personas. La gran mayoría éramos estudiantes, hombres y mujeres, que habíamos estado en el mitin. El departamento pertenecía a una señora joven que cuando ingresamos al mismo estaba totalmente desolada llorando a grito abierto porque no sabía nada de sus hijos, una niña y un niño, que cuando la balacera se inició, andaban jugando abajo del edificio. Por varios minutos más a puerta del departamento siguió abierta hasta que llegaron los niños.
Sobre todo, las compañeras manifestantes se sentaron en los sillones y los hombres en el piso. De inmediato le pedimos a la señora que por favor apagara las luces. Así nos mantuvimos en el más completo silencio. En tanto que afuera se escuchaba el tableteo de las ametralladoras y los disparos de las tanquetas y de otras armas de fuego que no tenían ni para cuando acabar. El fuego más intenso duró exactamente 29 minutos, terminó a las 18:39 horas. Durante todo ese tiempo los soldados y los miembros del Batallón Olimpia hicieron miles de disparos. Después la balacera continuo por lo menos unas dos horas más, aunque ya no en forma tan continua como al principio, sino por intervalos.
De esta manera, había momentos en el que sólo se escuchaban las sirenas de las ambulancias, mientras que en otros volvía el tableteo de las ametralladoras. En todo ese tiempo todos los que estábamos en el departamento solamente nos mirábamos unos a otros. Por breves momentos alguien decía “parece que ya pasó todo”, sin embargo, inmediatamente después los disparos volvían a arreciar.
Para mí, los pocos momentos de calma de esa tarde-noche dentro del departamento, fueron los más angustiantes y terribles que viví durante todo el movimiento estudiantil de 1968, ya que siempre me imaginaba y esperaba que de un momento a otro, bayoneta calada en mano, llegaran los militares al departamento, derribando puertas y ventanas para catear todos los edificios y departamentos cercanos al edificio Chihuahua, en la búsqueda de estudiantes, tal y como ya lo habían hecho los militares y policías en otras ocasiones y lugares durante los días del movimiento.
Por fortuna, esta vez en el edificio Chiapas no fue así, aunque el trauma que me dejaron esas cinco horas de estar encerrado en aquel departamento escuchando los miles de disparos y los gritos de dolor y desesperación de mis compañeros que no pudieron salir de la Plaza, nunca más lo he ni creo que pueda olvidarlos y superarlos durante el resto de mi vida. Desde entonces, ese trauma no me permite ver a ningún militar uniformado y mucho menos escuchar disparos o cualquier otro ruido que se le parezca, como los cuetes y petardos, por ejemplo, ya que de inmediato se me vienen a la mente las horas aciagas del 2 de octubre que pase en el edificio Chiapas y al que por cierto sólo en dos ocasiones pude volver a ver, pero lo que si no pude contener en ambas veces fueron las lágrimas generadas por el amargo recuerdo.
Exactamente lo mismo me sucede cuando por alguna u otra razón he tenido que ver la película Rojo Amanecer, protagonizada por María Rojo, Héctor Bonilla y los hermanos Bichir. Pues todo pareciera que el guion con el que se filmó esta cinta hubiese sido escrito por alguno de los compañeros que la tarde-noche del 2 de octubre estuvimos adentro de aquel departamento del edificio Chiapas escuchando e imaginándonos lo que estaba aconteciendo en la Plaza. Pero no fue así, lo que pasó es que en una muy buena parte de los habitantes de los departamentos cercanos a la Plaza de las Tres Culturas y más específicamente al edificio Chihuahua, jugaron un papel muy similar al de la dueña del departamento en donde me refugié, esto es, apoyando y salvando de la muerte a cientos de personas que ese día habían estado en el mitin y que buscaron un refugio para defenderse de los asesinos del régimen.
Como a las 22 horas se restableció la calma casi total en Tlatelolco. Fue entonces cuando todas las personas que estábamos dentro del departamento decidimos llevar a cabo una mini asamblea en la que acordamos: a) abandonar por parejas el departamento, esto es, un hombre y una mujer, quienes ante una eventual aprehensión, dirían que eran novios que andaban paseando por la unidad; b) deshacemos de todo tipo de documentos que nos identificara como estudiantes (credenciales, volantes, etc.) y, c) que los integrantes del Consejo Nacional de Huelga, que éramos dos, un compañero de una vocacional del IPN y yo, deberíamos de permanecer ahí por lo menos hasta el día siguiente. A mí en lo personal no me gustó mucho este último acuerdo, pero los compañeros insistieron y exigieron que lo adoptáramos. Hay que recordar que, durante el movimiento, en todas las escuelas las bases estudiantiles siempre cuidaban y protegían a los integrantes del Consejo Nacional de Huelga por el peligro en el que siempre nos encontrábamos de ser detenidos y por eso en Tlatelolco no podía ser la excepción.
Después de esos acuerdos los compañeros hablaron con la señora de la casa para comunicárselos, entre estos, que durante esa noche dos de nosotros nos quedáramos a dormir ahí; solicitud que de inmediato ella aceptó con la condición de que yo borrara todo lo que traía grabado en mi grabadora. Propuesta que sin pensarlo dos veces acepté.
De inmediato me fui al baño de su departamento y borré todo lo que tenía grabado, como 50 minutos, en donde estaba tanto el mitin como los primeros balazos que se habían logrado grabar antes de que yo me echara a correr. El hecho de haber borrado esta grabación, lo he lamentado toda mi vida, ya que hasta la fecha no conozco absolutamente ningún material de esta naturaleza que contenga por lo menos la grabación en audio de ese histórico mitin.
Poco a poco las parejas fueron abandonando el departamento hasta que sólo quedamos el compañero del Politécnico y yo. Sin embargo, como a las 23:30 horas la dueña se arrepintió de haber aceptado que esa noche nos quedáramos ahí y entonces nos pidió que también nosotros saliéramos arguyendo de que de un momento a otro llegaría su esposo y si nos veía ahí se iba a molestar.
Mi aprehensión en Tlatelolco
Ante la determinación de la señora, el compañero del Politécnico y yo acordamos abandonar separadamente el departamento. Ambos nos deseamos suerte y hasta ingenuamente quedamos de vemos al día siguiente en la Ciudad Universitaria, en la reunión del Consejo Nacional de Huelga. Empero, más tardé en llegar a la puerta principal del edificio cuando fui detenido por un soldado que me interceptó con bayoneta calada en mano. Le dije que andaba ahí visitando a una tía y que se me había hecho tarde. No lo pude convencer de que me dejara ir, ni siquiera cuando ingenuamente lo quise corromper ofreciéndole un billete de 100 pesos que en ese entonces era un dineral. Todavía amablemente me dijo que mejor hablara con su jefe para ver si él aceptaba dejarme ir. Se trataba de un general que se encontraba como a 50 metros de distancia de nosotros. Era uno de los que estaban dirigiendo el operativo de las detenciones en esa parte de la Unidad de Tlatelolco.
Cuando estuve junto al general le repetí la misma versión que al soldado y lo único que logré fue una severa regañada y su negativa a dejarme ir luego de decirme ¿Qué acaso me estás viendo la cara de pendejo, tu eres estudiante? Luego el mismo me condujo hasta donde estaban una buena cantidad de detenidos; ahí me encontré a todos los compañeros que habían estado conmigo en el departamento del edificio Chiapas. igualmente, había muchos otros estudiantes detenidos en otros edificios de la Unidad.
Había muchos estudiante muertos
Fue hasta ese momento cuando me enteré de que las balas que esa tarde-noche había disparado el Ejército en contra de los manifestantes no eran de salva sino de verdad y que por eso mismo había muchos de nuestros compañeros muertos y heridos. Fue hasta entonces cuando también comprendí porque habíamos escuchado tanto ruido de las ambulancias y patrullas cuando nos encontrábamos en el departamento de la señora. Seguramente, ahí se llevaron a muchos heridos y muertos que luego desaparecieron.
Hasta el día de ahora desconocemos la cifra exacta de muertos. Aunque el gobierno habló sólo 29 muertos, obviamente esta cifra es falsa. Por su parte un periodista del diario inglés The Guardian que esa tarde estuvo en Tlatelolco habló de 325 muertos (cifra citada por el poeta Octavio Paz en el libro Posdata). Además de los muertos hubo cerca de 1,500 heridos y más de 2,000 detenidos.
Aproximadamente una hora después los detenidos en todas las zonas de la Unidad fuimos concentrados en un solo lugar y después llevados a una de las zanjas de las ruinas prehispánicas localizadas a un costado de la iglesia de Santiago Tlatelolco la que por cierto cerró sus puertas a la hora de la masacre. Ahí se nos obligó a ponernos pecho a tierra, al tiempo que, desde arriba, decenas de soldados nos rodearon totalmente y nos apuntaban amenazadoramente con sus fusiles. Fue justamente durante ese momento cuando comenzó a llover. Se trató de una lluvia muy fría y de corta duración con la que seguramente se lavó una buena parte de la sangre de nuestros compañeros muertos y heridos en la Plaza de las Tres Culturas. Luego fuimos sacados de la fosa y obligados a recargamos en las paredes del templo en donde nos pidieron desprendemos de nuestros cinturones y de toda la “propaganda subversiva” que trajéramos en las bolsas. Recuerdo que de ambas cosas se hicieron dos montones bastante grandes.
Una nueva balacera
Aproximadamente entre la una y una y media de la mañana del 3 de octubre nos pasaron a otro de los costados del templo de tal forma que podíamos ver perfectamente el edificio Chihuahua. Frente a nosotros y dizque para protegernos de los disparos de supuestos francotiradores que nunca vimos ni sentimos, se pusieron decenas de militares con su armamento de alto poder en la mano, tapándonos cualesquier tipo de salida. Fue entonces cuando sin ninguna consideración ni provocación de por medio, los militares, sin ton ni son, empezaron a disparar sus fusiles en contra del edificio Chihuahua. Aunque los disparos salían sólo de aquí para allá y nunca del otro lado hacia nosotros.
Recuerdo como los disparos de los militares que estaban frente a nosotros, poco a poco se fueron impactando en los focos de la calle y del edificio Chihuahua. Pero lo que más guardo en mi memoria son los gritos de impotencia y desesperación de varios de los compañeros y, sobre todo, de las compañeras que estaban entre nosotros, quienes pedían mejor morir antes de seguir viviendo ese terrible espectáculo que se nos ofrecía en vivo y a todo color.
Nunca he dudado de que ese espectáculo que duró aproximadamente como unos quince minutos, también fuera parte del plan previamente concebido por las mentes criminales que urdieron y ejecutaron la masacre, a fin de cumplir con dos objetivos concretos. Por una parte, castigar a los habitantes de Tlatelolco y más particularmente a los del histórico edificio Chihuahua por todo el apoyo que siempre nos habían brindado a los estudiantes, a lo largo de todo el movimiento y, por la otra, torturar psicológicamente a los cerca de dos mil detenidos que obligatoriamente tuvimos que presenciarlo.
En esos instantes y de manera totalmente diferente a lo vivido horas antes en el departamento del edificio Chiapas, ya no sentí tanto miedo ni pavor ante la posibilidad de la muerte, sino que me resigné a esperar lo que viniera. A un poco más de medio siglo de aquella aciaga madrugada me sigo sorprendiendo del temple con el que me resigné a esperar lo que viniese, incluso la misma muerte.
Pasado ese momento, hombres y mujeres fuimos separados en diferentes grupos, a todos se nos formó en filas distintas. Para entonces todos esperábamos lo peor, ya que no sabíamos que pensaban hacer con nosotros ni para dónde nos llevarían. Recuerdo que en la fila en donde yo me encontraba, aunque algo distante de mí, divise a Raúl Álvarez Garín, sin duda alguna, uno de los dirigentes más importantes e íntegros del 68 mexicano y por quien yo desde aquel entonces sentía una enorme admiración y respeto.
Cuando divisé a Raúl y que lo vi cabizbajo, sentí una enorme tristeza, no tan sólo por lo que a él le esperaba por ser uno de los dirigentes estudiantiles más buscados y señalados por el gobierno, sino también por el futuro del movimiento, dado el importantísimo papel que este dirigente jugaba tanto en la articulación de la UNAM con el Politécnico, como en el seno del Consejo Nacional de Huelga del que él había sido uno de los principales inspiradores y artífices para su creación y funcionamiento. En otras palabras, pensé que ya todo había acabado para nosotros.
Un poco más tarde, pero ya en plena madrugada, a los detenidos nos subieron a distintos camiones. A algunos se los llevaron al Campo Militar No. 1 y a otros, tal y como fue mi caso a la Cárcel de Santa Martha Acatitla, pero esta es parte de otra historia que poco después contaré en este mismo espacio. Pero por lo pronto no me queda más que expresar el grito de mi generación:
¡¡¡¡¡ 2 de octubre no se olvida !!!!!
Ciudad Universitaria de la UNAM, 1 de octub